FOTOGRAFÍA
En la fotografía, ahora, aparece la representación del tiempo detenido. Los signos inmóviles de la escena son siempre los mismos, señalan hacia una dirección propia, idéntica, y el observador se ve obligado a reconocer en ellos a pequeños fantasmas pasivos, inanimados, en una quietud silenciosa que sólo cuenta, aparentemente, una única historia. En un primer plano, un hombre desvencijado recorta su silueta contra el mobiliario urbano sugiriendo la postura desaliñada de un espantapájaros. Quizás este hombre es el protagonista de esta historia, pero todavía albergamos ciertas dudas. Su gesto, ese brazo derecho levantado hacia el cielo que termina en una mano abierta, parece indicarnos que algo verdaderamente importante está sucediendo en ese momento. Hay una estela blanca que difumina la uniformidad de los bloques de viviendas y, por encima de éstas, un pequeño objeto demorado, estático, un minúsculo punto negro, sobre otras manchas negras, también inmóviles, que se vislumbran, no sin dificultades, al final de la avenida. A primera vista, da la sensación de que estos habitantes de la imagen dan la espalda al héroe de expresión arrojadiza, como si la cosa no fuera con ellos; aunque también pudiera ser que aún no han notado su presencia, de que están ensimismados, ocupados en sus cosas, ignorando involuntariamente lo que se les viene encima. No obstante, a la derecha, apenas unos metros más allá de la señal de tráfico, una de las sombras parece señalar, inquieta, en dirección al punto negro. A su lado, sin embargo, los camaradas de esta sombra no se dan por aludidos; continúan de espaldas; y un hombre incluso cruza la calle despreocupadamente, parece, de izquierda a derecha, las manos en los bolsillos, iniciando un camino que le llevará, imaginamos, hasta el otro lado de la calle. Desde un principio, quizás porque no estamos a salvo de ciertas reglas privadas que hemos utilizado para interpretar la imagen (el texto justificadamente ausente, el inexorable “ver como”) hemos supuesto que la figura principal, en primer plano, justo al lado del semáforo que debería estar regulando el tráfico, es el héroe solitario de esta historia. Pero, ¿quiénes son aquellos que, justo al fondo, dibujados al final de la avenida, se reparten en grupos compartiendo el espacio en distintas actitudes? Un hombre sin contradicciones, pienso, no es un hombre; y, de la misma manera: una representación sin contradicciones no es una imagen. Podemos suponer que este hombre, el maniquí desaliñado, el desvencijado espantapájaros, es un joven revolucionario que ha leído a Raoul Vaneigem y que no quiere saber nada de un mundo en el que la garantía de que no morirá de hambre se paga con el riesgo de morir de aburrimiento; esto explicaría en parte su gesto y, en parte, la cualidad conflictiva del objeto que ha regalado a los cielos. Pero también podemos pensar que este hombre, la figura central de la imagen, es el hijo malcriado de una familia burguesa en busca de experiencias excitantes, de aventuras misteriosas, mientras la ciudad, a su paso, va impregnándose con señas y manchas incomprensibles, con marcas poéticas, y los adoquines adquieren, poco a poco, la coloración atmosférica del negro. A lo lejos, estarían los guardianes del orden, asalariados y compactos, que no han leído a Vaneigem, pero que, en el fondo, van a ser compañeros insospechados del héroe: el futuro, un futuro despiadado, inteligente, al final de la batalla, acabará engulléndolos a todos. Ahora, en la imagen detenida, a ambos lados de la fotografía, ya se atisban algunas pistas de lo que será mañana el decorado. A la derecha, la parte trasera de un automóvil; a la izquierda, los faros delanteros de otro. Y, también a la izquierda, el escaparate amenazante de unos grandes almacenes, el oscuro objeto del deseo, la clave que permite desentrañar el asunto y adivinar las razones poderosas de la crisis. Poco después de esta imagen, el Estado del Bienestar vigente comenzará a debilitarse entre nudos, espirales, y grietas diversas, en un descenso a los infiernos que llegará hasta nuestros días. El signo detenido, mientras tanto, el punto minúsculo en el cielo, permanecerá en su lugar hasta el presente, interrogante, como el símbolo de un sueño anticipado en un inesperado desenlace.
(“En Cannes, ese año –escribe Antonio Muñoz Molina-, François Truffaut consumó la ruptura con Godard, y tuvo la audacia de decirle en una carta algo que inmediatamente lo convirtió en un proscrito: que en las batallas campales entre policías y estudiantes se sentía más cerca de los primeros, hijos de campesinos, que de los sublevados, hijos de burgueses. Palabras semejantes escribió por entonces Pier Paolo Pasolini”. He acudido a la biblioteca, he revuelto en los estantes, pero no he encontrado datos que confirmen o desmientan estas afirmaciones.)
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